“Un día mamá nos reunió y nos dijo: «La felicidad de Totó depende de nuestra discreción, no debemos nunca desampararlo, soporta muy mal la soledad y es muy sensible a las impresiones que conmueven a las almas nobles. Además no debemos olvidar que siendo el más indefenso, es también el más talentoso de la familia. Pero sobre todo mantengan el secreto, defiendan el secreto como vuestra vida». Eso dijo mamá. Papá se limitó a reforzar: «Sobre todo el secreto». Desde ese día fuimos mucho más celosos en su protección. Totó, a pesar de su fragilidad, era el verdadero duende familiar, tenía un humor festivo y contagioso, a veces caústico o dulcemente irónico pero jamás cruel; eso sí, despreciaba toda solemnidad, era un utopista educado en el estilo libertario del Conde de Saint Simon. Recuerdo (ahora con nostalgia) su hermosa voz de barítono bajo la ducha, su canción predilecta era aquella dulce napolitana vibrante de romanticismo («O sole mio», «O sole mio»), si lo aplaudíamos, decía humildemente: «Gracias al compositor, al compositor…». Cursó la escuela con nosotros (Miguel y yo) y obtuvo las calificaciones más sobresalientes. Fue un golpe endemoniado cuando Totó, por una celada del destino, encontró el espejo descubierto. Comprendió que era un loro y conservando toda su digna compostura decidió suicidarse”.
“Totó”, en: El cocodrilo rojo, de Eduardo Liendo (1992)
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