“A veces, cuando ya no me animo a vivir, siento que un pájaro, al que le salen patas de la cabeza, comienza a darme picotazos para que me asome a la ventana.
Una vez en la ventana, desde la cual no se ve más que un árbol pelado que levanta los brazos inútilmente, la cabeza empieza a dolerme y siento repentinamente una enorme náusea. Después vomito una mezcla verdosa cuyo hedor exquisito llena la atmósfera de mi cuarto y me levanta en un gas de éxtasis.
Ya el pájaro no se ve, porque ahora lo que vuela es un puñado de patas con garras afiladas que se detienen a rasgar y a despedazar las cortinas.
El pájaro decide al fin rasgarme la espalda hasta desangrármela; la sangre se empelota automáticamente y, junto a la mezcla verdosa del vómito, el hedor exquisito ha alcanzado su límite. Caigo de bruces, sin sangre. Doy vueltas por el piso y me paro, purificado, lavado en medio de la porquería de este mundo. Abro la ventana y contemplo el árbol solitario desde cuyas ramas me gritan miles de pájaros desesperados, que arrojan sus innumerables patas hacia el centro de mis ojos”.
“Desde una ventana”, en: Los dientes de Raquel y otros textos breves, de Gabriel Jiménez Emán (1993)
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