12 dic 2009

A vuelo de...



Mi relación de amor-odio con las aves no es nueva. En casa, cada vez que el tema de las mascotas salía a relucir, se me acusaba de haber ahogado un pollito a la tierna edad de tres (¿o eran cuatro?) años. "¡A mí que me registren!", decía yo, manos en alto. Juro que no lo recuerdo. En todo caso, ¿podría regresar aquel pollito en busca de venganza, con el alma y el plumaje oscurecidos, como el protagonista de The Crow? ¿Me identificaría como su asesina? He cambiado mucho desde entonces.

(Quizás este blog le ayude a localizarme).

Los bichos alados que me acosan en mi adultez son de naturaleza distinta. Inaprensibles, no podría ahogarlos, aunque quisiera. A menudo aparecen luego de la lluvia, como un arcoiris monocromático (sic) y compacto. Con sus delicadas patitas y su actitud de vigías se posan en la reja "pecho de paloma" de la ventana de mi cuarto o del balcón por algunos segundos, siempre mirando nerviosamente de un lado a otro, como si huyesen de algo; siempre "dándome la espalda" (si es que puede decirse tal cosa de un ave; quizás sería más exacto escribir "apuntándome con la cola").

En cuanto advierto su presencia me quedo inmóvil, atontada, reverente, conteniendo la respiración, espiándolos, esperando que "canten". Pero mis heraldos no son palomas mensajeras, ni aves canoras; sólo seres voladores genéricos, que así como vienen, se van. Sucede dos o tres veces al mes, por ponerle alguna frecuencia (aunque hay meses en que brillan por su ausencia y ni siquiera recuerdo que existen). 

¿Tendrá esto algún significado?


De repente, el mundo se me ha llenado de pájaros, a mí, que nunca antes me había fijado en ellos. Solían ser meros adornos... Pero ahora que nos hemos reconocido mutuamente entre los vivos, hurgaré en mi historia para rastrear los orígenes de su ubicuidad, su educación de suaves aleteos, la guía recibida de su estela fantasmal... Y, claro, la insistencia con que me picotean la cabeza por estos días.


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