6 feb 2010

Entrenador de aves (el rastro de tu nieve en mi sangre)

Recuerdo la tarde en que me llamaste “pajarita”. Una licencia que todavía hoy —más de una década después— me conmueve y me irrita. Yo no era un pájaro, pero esa era tu manera de demostrar interés. Convertirme en tu ave doméstica con un apodo improvisado y, ¿por qué no?, hasta tierno. Fingir preocupación por un bólido inseguro que no hacía más que chocar contra las paredes sin ganar puntos, ni proferir jamás el lamento que, como una abolladura, se leía en su frente.

Sí: el pinball de la alondra suicida. Eso debo haberte parecido entonces.

Era una tarde lluviosa. Tú (la Extroversión) estabas en Módulo 1, en Planta Baja, sentado en el piso fumando y chachareando con tus amigos. Yo (la Tragedia) vagaba “enjaulada” en mi amargura por todo el Edificio de Aulas, sin saber qué hacer con aquella hora muerta. Pronto pasaría ante ti y los tuyos en plan de huida. Porque no había venido al mundo a perder tiempo. Tenía muchos salmos por componer, ¿sabes? En casa, en mi cuarto, me esperaba el tirano procesador de palabras, medias de algodón secas, música para anegarme.

Justo cuando abría mi paraguas para salir volando (más cuervo con prótesis que Mary Poppins), te oí preguntar: “¿Adónde vas, pajarita?”. No me volví, no hacía falta: conocía de sobra esa voz, sabía que la cosa era conmigo, contra mi cascarón, que se fingía resistente. ¿Qué adónde iba? Hum (¿creerás que todavía no lo sé? Sólo sé que ya no iré contigo, al menos una certeza para estos días de mudar las plumas y parabrisas empañado). Mi boca se torció en un mohín de contrariedad y me entregué al diluvio con el ímpetu de mis incómodos diecisiete años. El agua me engulló al instante, con su hambre de gato callejero.

Era mi modo de decirte: “No te debo obediencia. Ni a ti, ni a nadie que tenga su morada bajo las nubes”.

¿Cómo podía imaginar que me cobrarías tan caro ese desdén inicial?

No hay comentarios: