13 feb 2011

Sábado


Era media tarde y estaba empezando a leer un libro que no me gustaba nada. Oí un ruido extraño, como de animal herido. Sabía que era alguna de las palomas que usan el cantero de cemento del balcón como parada. Traté de ignorarla, pero persistió. No era exactamente un lamento, pero no paraba. Me levanté, deslizé la ventana: vi dos palomas trabadas por el pico, como luchadores, como gallos de pelea. "Pero, ¿qué hacen?", pensé. Entonces se separaron y la más oscura levantó el vuelo. La otra, la más blanca, que emitía el quejido lastimero, se quedó callada, muy tranquila. Lo único que le faltaba era silbar, en su fingimiento de que no pasaba nada. Yo no podía dejar de mirarla. ¿Cómo era que antes se quejaba, como si agonizara, y de repente, nada? En algún momento se volvió como quien no quiere la cosa, con disimulo. Y me miró. Sentí su pupila muy fija en mí, en las mías. Incapaz de parpadear, mis ojos se llenaron de lágrimas. "¿Quién era ese? ¿Tu hermano incestuoso, tu amigo del alma?", pensé. "¿Gozabas, sufrías?", pensé. "¿Puedes leerme?", pensé. "¿Sabes por qué lloro?", pensé. "¿Sabes que te envidio? Por lúdica, por no cargar tu alma con más piedras que las que puede llevar". La paloma no dejó de mirarme. Creí que levantaría el vuelo de un momento a otro, azorada, como hacen todas, pero se quedó ahí, callada, mirándome y mirando el vacío alternadamente, como si no supiera que hacer. No sé si me comprendía. No sé si podía leer mis pensamientos, oler mi congoja. Sintiéndome estúpida, me sequé las lágrimas y me retiré de la ventana. Intenté seguir leyendo, pero no pude. Otra tarde echada por la borda, anegada de buenas a primeras. Me acosté a dormir. Tuve un sueño desagradable, con un sitio turístico, de calles enrevesadas e historias sórdidas de pensionistas que nunca vi. Cuando desperté, ya era de noche y el apartamento se desdibujaba en una muda oscuridad. Me encogí como una larva. Creo que algunas aves se alimentan de larvas.

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