2 abr 2011

Intrusas que simulan vuelos

Esas hojas que se meten en mi cuarto, desafiando la reja, los vidrios, la tela, ¿qué buscan? Se aventuran en la jaula de una bestia que desconocen, púdicamente enroscadas, velludas, resecas, con ese intenso olor de cosa aún viva, audaz, que entre la vegetación distingue a los que debieron ser pájaros y se quedaron hojas.

¿Qué pretenden soltando las manos de sus mayores, apareciendo a los pies de mi ventana como hijas de un vecino nunca visto, asombradas de lo lejos que han llegado en su aventura?

Decepcionante ha de ser su cara a cara con esta bruja, la reina Ginebra con Limón (o con licor de cereza), que no las convierte en gente con sus respectivos pesares, como castigo, ni las restaura a la latencia del tronco, de la rama aún no florecida.

No, esta bruja no tiene semejantes poderes. Tropieza con ellas y, con expresión de hastío, las levanta, las huele para confirmar un memoria vana, desliza la cortina y las arroja al viento como correo devuelto, cuidando que no se golpeen con nada al caer, nada que con su música, su temperatura o su tacto fracturador les marque el camino de regreso adonde no tienen espacio para su danza.

Porque es destino de las hojas ser barridas, llevadas, moverse, volar, estar a las órdenes del viento, como aves de papel tostado.

Porque "todas las hojas son del viento", diría Spinetta.

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