28 may 2010

Oliver

“Oliver fue uno de los experimentos que llevó a cabo mi hija Peggy cuando estudiaba veterinaria en la universidad. Algo salió mal y todos los embriones de pollo sucumbieron antes de llegar a término.

Todos, excepto Oliver. Desde su primer pío, la bolita de pelusa amarilla y patitas como agujas se dio a querer. Durante las dos primeras dos semanas de vida del polluelo, Peggy tuvo que alimentarlo cada hora. Preparaba una pasta de harina de maíz y agua, y se la ofrecía con la yema del dedo a Oliver, que la picoteaba con entusiasmo.

Al poco tiempo, el pollito iba de salón en salón, picoteando cualquier cosa que brillara: espejos, llaves, dientes. Cada vez que Peggy lo llamaba por su nombre, acudía corriendo. Pero entonces tuvo un enfrentamiento con la autoridad. Lo expulsaron de la universidad por comerse los mejores gusanos del invernadero.

Oliver tenía apenas tres semanas de edad cuando Peggy lo trajo a casa. Ella sabía que entre nosotros el polluelo hallaría el amor que necesitaba. Mi hija había dado asilo a animales extraviados toda la vida, y sus tres hermanos también habían contribuido con su cuota de huéspedes peludos y emplumados.

—¿Por qué le diste el nombre de Oliver? —preguntó Michael, mi hijo de diez años, con su acostumbrada actitud crítica—. Parece niña. Es todo amarillo.

—Todos los pollitos son amarillos —contestó Peggy.

—¿Cómo sabes que es niño?

—Hay otras formas de conocer el sexo, que nada tienen que ver con el color —replicó ella, en un tajante tono científico.

Cuando Oliver llegó, nuestros residentes adoptados sumaban cinco: Jimbeau, un perro de lanas; Abraham y Lincoln, dos terrier escoceses de color blanco y negro; Sybil, una gata de angora de color oscuro, y Chico, un perico lanzado a la calle por su vulgar vocabulario.

Los terrier aceptaron a Oliver con serena cordialidad. A Sybil le encantó tener con quien jugar a “pega y corre”: ella pegaba y Oliver corría. Chico, enfurecido ante el peligro de perder su posición, maldecía cada vez que el polluelo pasaba presuntuoso junto a su jaula.

Cuando Peggy regresó a la escuela, Oliver adoptó a Jimbeau como padre. No fue una relación que el segundo acogiera con beneplácito. Pero la altivez del perro le fascinaba al pollo, que lo seguía por doquier.

Cuando Jimbeau, cansado del constante piar, buscaba refugio detrás del sofá, Oliver iba tras él. Jimbeau se dirigía entonces al baño y cerraba la puerta con las patas. Oliver aguardaba fuera y asomaba el pico debajo de la puerta para que el otro supiera que todavía estaba allí. El perro se escapaba entonces al patio por su puertecita batiente y el polluelo no tardaba en darle alcance.

Con el tiempo, Jimbeau asumió de mala gana su papel de padre adoptivo; le permitía a Oliver encaramarse en su lomo cuando salía a inspeccionar en el patio y hasta lo dejaba acurrucarse bajo su hocico mientras dormitaba. Oliver jamás durmió posado en una percha; en vez de ello, se echaba de costado cuando se sentía cansado y estiraba sus patitas imitando a su adorado Jimbeau.

Más tarde, el pollo desarrolló cierto gusto por la música. Cuando Eric, mi hijo de 12 años, tocaba el órgano, Oliver se colocaba encima del instrumento e iba de un lado a otro al compás de la música. Los cambios de ritmo rara vez lo tomaban desprevenido: tras algunas notas, enseguida lo captaba.

Una tarde de abril, al llegar a casa, Eric vio lo que le pareció un huevo de pascua sobre la mesa de la cocina. Era pequeño y azulado, idénticos a los de dulce. Cuando se lo llevó a la boca, se percató de su equivocación. Michael había tenido razón: Oliver era hembra.

El animalito pareció avergonzado de que se descubriera su secreto. Cuando sentía que iba a poner un huevo, se acomodaba calladamente en un rincón hasta que lo expulsaba, y luego se alejaba lo más posible del deprimente objeto. Era una crisis de identidad.

Oliver falleció inesperadamente. Un día la hallé tirada en el suelo de la sala. La enterramos en el jardín con todos los honores. Durante días, Jimbeau, abatido, se echó junto a su tumba; sólo en la muerte fue capaz de admitir su amor.

La casa no es la misma desde que Oliver murió. Aquella polluela era única en su género, prueba de que todas las criaturas pueden compartir la maravillosa experiencia que llamamos amor… hasta una gallina convencida de que es un perro”.


“Emplumada confusión”, de Elaine Evain. En: Selecciones (marzo 1995)

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