3 abr 2010

Santidad del viernes / Gloria del sábado

El viernes, muy temprano, mientras me dirigía hacia la playa con aristocrática calma, una paraulata me emboscó en el jardín del hotel con su nervioso revoloteo. Nunca había visto una, parecía un colibrí chamuscado. Tuve la impresión de que, si la hubiese apretado entre el pulgar y el índice, se habría desintegrado como un pedazo de carbón.

“Una paraulata, sí”, me dijeron. De las flores, fucsia y en racimo, no supieron darme razón.

Luego, la playa cundida de aguamalas, la marea pechereándome malhumorada. Me salí rápido, no quería ganar la lotería de una picada en vacaciones. Además, el cielo estaba nublado.

Al día siguiente, unos trinos estereofónicos me sacaron del alelamiento con que suelo desayunar. Di un cauteloso vistazo, temiendo que la paraulata estuviese apuntándome con una microescopeta o con una cámarita fotográfica. Esta vez se trataba de un diminuto ejemplar de plumaje claro, desarmado, al que habría podido enjaulársele desahogadamente en una caja de jarabe para la tos.

Ridículamente pequeño, ignorable, como los perros miniatura, como los cambures titiaros, como los enanos de circo, me recordó a esos personajes que se acercan a las terrazas de los cafés para mendigar entre los comensales. O a un predicador de plaza, de esos que por el rabillo del ojo no se distinguirían de los postes de luz de no ser porque son más bajos y ruidosos.

“¿Cómo es que esos trinos tan potentes salen de ti, de ese pico menudo?”, pensé entre divertida y admirada. “El vigor de tu canto me dice que no puedes ser un pichón... ¿Eres acaso un Peter Pan de los pájaros? ¿Te pasmaste en el tamaño económico por comodidad? ¿O porque tus genes no contaban con tus ambiciones musicales? Sí, eso suele suceder…”.

Aquí, el que menos puja, puja una zarzuela…


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