
Lo peor era cuando se ponía a cantar él para animar a los pájaros. Después de cantar un verso le daba un ataque de tos de media hora. Entonces tenía que darle golpes en la espalda y llenaba toda la habitación con las miasmas de sus estornudos. En un ataque de esos se lo hizo también en los pantalones. Toda la habitación apestaba. Cuando ya se le había pasado todo, empezaba de nuevo: «Vamos a darles un poco de alpiste». Todo estaba pegajoso en esa habitación: los armarios, las puertas, el suelo, la jaula, las sillas, el alpiste, los periódicos, incluso el dinero que me daba. Allí siempre apestaba a orina.
También la luz de la habitación tenía el color de la orina.
Cuando finalmente salía, debía recuperarme primero. Luego se murió uno de los pájaros. Ya no era necesario cantar. El viejo se quedaba sentado en la silla. Un trapo sobre la jaula. El pájaro muerto seguía sobre la mesa. Empezaba a apestar.
—¿No sería mejor sacarlo? —pregunté.
—¡Déjalo ahí! —rugió. Tampoco volví a recibir ya los diez florines. Estaba muy raro. Quería pudrirse con ese pájaro suyo. Cuando llamaba le ponía los pañales en la mano y salía corriendo”.
De: “La farmacia”, en: Lunes azules, de Arnon Grunberg (1998)
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