


A treinta y dos años de la muerte de Joseph Cornell... ¿Quién mejor que mis pájaros obsesivos para acordarse de alguien que estuvo profundamente obsesionado con ellos mientras vivió? ¡Ave, Joe! Tus muchachos te saludan.



“Krasnomir es el canario que le regalé a tu madre un año antes de que tu nacieras. Cuando tú naciste ya Krasnomir conocía a Mozart y a Vivaldi.
“Noah’s Dove”, en: Our Time in Eden, de 10000 Maniacs (1992)
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“El porte de los pilotos de aviones es inidentificable a simple vista. El de Moacyr Oliveira, piloto caraqueño de padres brasileros y de clase acomodada del Este de la capital, denota cierto aire inmortal en sus gestos: su mirada parece haber atestiguado apoteósicas batallas en selvas vírgenes y preñadas de diamantes. El piloto Moacyr de los Olivos, como es conocido entre su MTC (Moacyr Trust Circle), como le dice a sus más allegadas amistades, vive prácticamente en su avión. Un amplio recorrido por su biografía nos da a entender que ha volado más que caminado distancias. Se rumora que activa el piloto automático para dedicarse a la caminadora que le obsequiaron sus padres cuando cumplió cuarenta años, infringiendo, de este modo, normas internacionales en aquellos vuelos que se precipitan a un mar de aburrimiento donde las tormentas y turbinas con súbitas fallas de engranaje brillan por su ausencia. Así que el MTC opina que Moacyr camina mientras vuela, en otros de sus alardes de intoxicada veneración.
Con su juego entre lo real y lo "tatuado" en la pared, esta foto me trajo a la memoria El mito de la luz (1946, a la der.), un cuadro de esa olvidada surrealista checa que se hacía llamar Toyen (Marie Cerminova, 1902-1980).
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Como tantos otros chicos de mi edad, descubrí a Edgar Allan Poe a principios de los noventas gracias a una trampilla insospechada: el tercer episodio de la segunda temporada de Los Simpsons, titulado “Treehouse of Horror” (mejor conocido por estos lares como su primer “Especial de Halloween”).
En aquel edificio de aquel país suramericano los inquilinos gastaban el tiempo haciendo malabarismos con la imaginación.
“Un par de días después, el señor Hausmann me dijo que debía comprar una bicicleta. Era demasiado lento trabajando. Antes habían tenido a un muchacho que era tres veces más rápido que yo. Con la bicicleta la cosa no fue mucho más rápida. Siempre había gente con la que me quedaba enganchado. Había un anciano calvo con dos pájaros en una jaula. Necesitaba de esos pañales para adultos. Decía: «Saben cantar, quédate un rato, chico, de un momento a otro empezarán a cantar». Yo sabía que no podía irme antes de que hubieran cantado algo. Naturalmente podía irme, pero entonces me quedaba sin propina. En esa farmacia ganaba cinco florines y medio, y si esos pájaros cantaban algo conseguía tres veces más de lo que ganaba en la farmacia. Cada vez tardaban más en emitir algún sonido esos pájaros y a menudo me daban ganas de cogerlos en mis manos y sisear: «Como no cantéis os estrangulo». 
“El ruiseñor, en todas las lenguas del orbe, goza de nombres melodiosos (nightingale, nachtigall, usignolo), como si los hombres instintivamente hubieran querido que éstos no desmerecieran del canto que los maravilló. Tanto lo han exaltado los poetas que ahora es un poco irreal; menos afín a la calandria que al ángel. Desde los enigmas sajones del Libro de Exeter («yo, antiguo cantor de la tarde, traigo a los nobles alegría en las villas») hasta la trágica Atalanta de Swinburne, el infinito ruiseñor ha cantado en la literatura británica; Chaucer y Shakespeare lo celebran, Milton y Matthew Arnold, pero a John Keats unimos fatalmente su imagen como a Blake la del tigre”. 
“Con las manos hundidas en los bolsillos del impermeable atravesé el estrecho callejón y llegué finalmente a la casa abandonada. Estaba allí, silenciosa como siempre. Con aquellas nubes plomizas como telón de fondo, la casa de dos plantas se erguía, con las persianas cerradas a cal y canto, con un aire en verdad melancólico. Parecía que un barco mercante hubiera embarrancado en el acantilado tras ser arrojado allí por las olas una noche lejana de tormenta. De no ser porque la hierba del jardín había crecido desde la vez anterior, si alguien me hubiera dicho que el tiempo se había detenido en aquel lugar, me lo habría creído. Gracias a los largos días lluviosos de la estación de los monzones, la hierba brillaba con un fresco color verde y exhalaba el olor salvaje que sólo puede emanar de algo que hunde sus raíces en la tierra. Justo en el centro de aquel mar de hierba, el pájaro de piedra, en una postura idéntica a la de la vez anterior, las alas desplegadas, a punto de emprender el vuelo. Pero, obviamente, no había ninguna posibilidad de que volara. Esto lo sabía yo y lo sabía también el pájaro. Inmovilizado en aquel lugar, sólo le cabía esperar que se lo llevaran a algún otro lugar o que lo derribaran. El pájaro no tenía ninguna otra posibilidad de abandonar el jardín. Lo único que allí se movía era una mariposa blanca fuera de estación que revoloteaba al azar sobre la hierba. La mariposa parecía una persona que, en plena búsqueda, hubiera olvidado qué estaba buscando. Tras cinco minutos de búsqueda infructuosa, la mariposa desapareció”.
El sábado pasado, mientras me hacía a unos volúmenes indispensables en una enorme librería de la ciudad, tropecé casualmente con un librito de Elena Klusemann, titulado Los pájaros bravos (Camelia Ediciones, 2008). Cuando digo “librito”, mi intención no es peyorativa; por el contrario: aludo a lo coqueto, lo primoroso que me pareció. Una vez que lo tomé del estante, no pude soltarlo: tenía la sensación de estar ante algo especial. “¿Qué es esto? ¿Por qué me sale al paso?”, me pregunté, intrigada por su título (recuerden que los pájaros están obsesionados conmigo, me persiguen doquiera que voy), seducida por su formato y por su sobrio aspecto. “¿Será un libro de cuentos? ¿Cuentos para niños? ¿Para niños grandes, tal vez?”. Como la librería no era el espacio idóneo para precisarlo y el precio era asequible, lo compré. Prologado por Salvador Garmendia y bellamente ilustrado por Jorge Klusemann (el marido de la autora) con un estilo a medio camino entre los formidables grabados que John Tenniel realizó para Alicia en el País de las Maravillas y las enigmáticas estampas de Edward Gorey, ofrece seis historias para todas las edades, contadas con delicioso humor: "La diligencia de Tío Tigre y Tío Conejo", "El titiritero", "Álbum de fotografía", "Fosforito", "Los pájaros bravos" y "El traje del presidente". Mi consejo es que, si llegan a toparse con estos pájaros de papel y tinta, no los dejen escapar.
“A veces, cuando ya no me animo a vivir, siento que un pájaro, al que le salen patas de la cabeza, comienza a darme picotazos para que me asome a la ventana.